martes, 5 de diciembre de 2006

El encargo...


Me arropaba gratamente en la cama mientras, entre sueños, escuchaba el timbre del teléfono que sonaba insistente, hasta que tomé conciencia que… ¡el teléfono estaba sonando! Y en la madrugada…!

Un alarmante presentimiento mezclado de un sentimiento de ira, por lo inoportuno de la hora, me hizo saltar de la cama, y con una mezcla de angustia y no muy buen humor, corrí hasta la sala donde se ubicaba el aparato telefónico, levanté el fono y dije “Aló!”.
- Alóoo-, dijo una voz de marcado y amistoso acento serrano, lo cual me tranquilizó un poco respecto a probables incidentes en mi familia (mi madre, alguna de mis hermanas!!!). La voz prosiguió -¿Hablo con el ingeniero Pedro Hernández?
- ¿Quién habla?-, pregunté con tono agresivo, como queriendo dejar traslucir mi molestia por la inoportuna hora.
- ¡Compadre Pedro!, ¿es usted? Soy yo, su compadre Sérvulo, le llamo desde acá, de Pucallpa….
Desesperadamente, traté de buscar entre mis adormecidas neuronas, quién era este Sérvulo que me trataba tan familiarmente, pero, mientras me esforzaba, no tuve más recurso que seguir hablando, como si mi “compadre Sérvulo” hubiera estado antes de ayer nomás en mi casa.
- ¡Compadre!, qué gusto de escucharlo, caramba, a qué debo el honor de su llamada?- le dije, mientras en mi mente se iba aclarando el panorama de un bautizo celebrado hace más de 15 años ya, cuando un conocido de mi padre, en ese entonces, alcalde de la pequeña ciudad costera en que vivíamos-, visitó nuestra casa, con su mujer e hijos y una increíble cantidad de quesos y dulces de regalo para nosotros, y durante casi una semana, formó parte de nuestra familia, ante la delicia de mis hermanos menores que, de inmediato, adoptaron a sus hijos como nuevos compañeros de juego, mientras que yo, más circunspecto a mis 18 años, los trataba con la deferente cortesía de un universitario, más preocupado en salir con la enamorada y los amigos. que en atender a estas visitas, cuyo pintoresco aspecto delataba su procedencia serrana y que emanaban un peculiar olor a ruda de sus ropas, que impregnaba sus habitaciones y el baño que usaban.
Como resultado de la visita, esta familia, a despecho de mi poco interés en acercarme a ellos, había insistido en que fuera yo el padrino de bautizo de su menor hijo, un rubicundo enano de rojas mejillas, a quien llamaban Juan y que por esa época tenía dos traviesos años, a quien mis hermanas habían adoptado como muñeco, pintarrajeándolo, alzándolo y cuidándolo como hijo, dejando de lado, por el momento, las muñecas parlantes que les habían regalado en navidad.
Es así que, como en una pesadilla, me vi poniéndome un terno, yendo a la iglesia (yo, que desde mi primera comunión, no volví a oir misa), oyendo a un cura decir cosas del demonio que no sabía a qué venían al caso (quería que renuncie a Satanás, algo en lo que no imaginé que había estado metido) y en fin, como dice la canción, todo tiene su final, todo terminó en una monumental borrachera en la casa familiar y yo siendo palmoteado una y otra vez por mis nuevos compadres.

Quince años y de repente, esta llamada….

- Compadre, llamé a su mamacita y ella me dio su número, -siguió diciéndome el compadre Sérvulo, con el tratamiento de usted que usan en la sierra hasta entre familiares muy cercanos, y con mucho entusiasmo, mientras yo trataba de visualizar su rostro en mi mente-, ella me dio su número de teléfono -repitió- y le llamé compadre.
- Qué honor compadrito –le dije-, luego de tanto tiempo. ¿Y cómo está mi ahijado?
- Justamente por él, le estoy llamando compadre. El está haciendo el servicio militar allá, lo han destacado justo en Trujillo, desde hace un año….
- ¿Cómo no me avisaste compadre? –le interrumpí, en tono de reproche falsamente indignado,- mi ahijado acá, ya hecho todo un hombre y seguramente sabiendo que acá está su padrino, y usted sin avisarme… De repente necesitará algo, un lugar dónde quedarse en sus días francos, alguna propina, ya sabes cómo andan estos reclutas, siempre sin plata.
- Bueno compadre, le agradezco por su noble ofrecimiento, eso habla muy bien de usted y su buen corazón,- y luego, sin mediar preámbulo y cambiando el tono de su voz a más confidencial me dijo-, quiero que me haga un favor compadre, vaya a buscar a su ahijado al cuartel…., y déle un encargo de mi parte.
- Encantado compadrito, tú dirás- le dije, ya bastante intrigado por lo inesperado de la situación.
- Mire, -siguió diciendo el compadre Sérvulo-, he tratado de comunicarme por teléfono con él desde ayer, pero ya sabe, esos cuarteles son tan grandes que me han tenido esperando más de media hora y se me termina el dinero o la tarjeta. Insisto una vez y otra y siempre me dicen que lo están buscando. En realidad, siempre que lo he llamado ha sido así y he tenido que fijar una hora exacta para poder hablarle al día siguiente, pero en este caso, no puedo esperar tanto y quise rogarle compadre que se tome la molestia de llevarle un encarguito a su ahijado.
- Tú dirás compadre, - le dije, esta vez, de muy buena voluntad, al ver el trabajo y humildad que se estaba tomando en pedirme algo, en apariencia muy sencillo.
- Mire compadre, vaya al cuartel….., y dígale a su ahijado que su mamacita, la comadrita de usté, acaba de fallecer….- y su voz se quebró en un sollozo-, ayer compadrito, repentinamente me dejó su comadre, el corazón, dijo el médico. La estamos velando pero quiero que su hijo, mi Juancito, se despida de su mamá, que la vea porque es su hijo, porque ella lo quería…., antes que la entierren- dijo, con voz quebrada y dolida.
La confusión se apoderó de mí. Quise decir algo pero no supe qué. No podía relacionar la aparente alegría de la llamada de mi compadre y el entusiasmo del preámbulo, con la noticia que tan abruptamente me estaba dando. Me tembló la voz cuando mecánicamente, empecé a musitar un “mi más sentido pésame compadre” para más luego, reaccionar y prometerle que en forma inmediata iría, pues ya eran casi las seis de la mañana. Mi compadre me dio los datos exactos de nombre y edad de mi ahijado y luego del pésame de rigor, de darle aliento y repetir las frases de consuelo que uno va aprendiendo con los años para estos casos, colgué.
Recién ahí me encontré con la dura realidad. Tenía que ir a un cuartel militar, solicitar que buscaran a un jovenzuelo de 18 años, esperar hasta que lo ubiquen, luego, cuando estuviera frente a mí, darle “el encargo….”.

Casi arrastrando los pies, con una opresión de cobardía en el corazón, me duché, no desayuné pues tenía un nudo en el estómago, saqué el auto y sin más, me encaminé al cuartel, agradeciendo al menos que, por lo temprano de la hora, las calles aún estuvieran despejadas y el aire puro. Traté de reanimarme con el hermoso sol matinal de Trujillo, pero fue en vano, mi mente solo veía imágenes y repetía obsesivamente mi discurso, tratando de perfeccionarlo: “tu madre ha muerto”, “tu señora madre ha fallecido”, “traigo un encargo de tu padre”, “soy tu padrinooooo…..”.
Volteé por la Av......, y a menos de tres cuadras, avisté el cuartel. Sintiendo un nudo en el estómago, avancé, retrasando mentalmente mi avance y contando cada segundo que me quedaba antes de cumplir con la misión encomendada.
Cuadré el carro ante la mirada curiosa de los policías militares apostados ahí. Bajé y me escucharon con mucha atención cuando les pregunté por el muchacho. “¿Juan Esteban López Peña?, ¿lo conoces?, a ver pregunta al número, espere allá señor, en la sala de visitas, sí, allá. Juan López Peña, Juan López Peña”, empezaron a vocear.
Y ahí estaba yo, en una asfixiante sala de visitas de ventanas altas y una banca corrida de cemento por todo mobiliario. No podía permanecer quieto, así que estuve de pie todo el rato, asomando el rostro de vez en cuando, observando cómo se preguntaban unos a otros por el ahijado, casi deseando que no lo hallaran.

Luego de una larga media hora, un policía militar de rostro serio, vino a avisarme que ya lo habían ubicado y estaba viniendo. Me senté en la banca de cemento y esperé. Había llegado el momento. Y de repente, más pronto de lo que esperaba, en la puerta apareció un larguirucho muchacho que me miró interrogante, como preguntándose quién sería este señor y me dijo.
- Buenos días señor, ¿me está buscando?
- ¿Juan Esteban López Peña?, cómo estás?-, le dije en tono falsamente amistoso, acercándome con la mano extendida, -Mi nombre es Pedro Hernández.-Y, bruscamente...-traigo un encargo de tus padres-, le dije, tomando nota del involuntario error cometido, dado que el encargo sólo era de su padre, corregí y le dije,- bueno, de tu padre-, notando que su mirada iba tomando un tono de alarma. Me miró interrogadoramente, directo a los ojos, tratando de ver algo que no alcanzaba a entender. No dijo palabra. Yo no sabía cómo explicar. Le dije “es sobre tu mamá”.
- ¿Qué pasa con mi mamá?- preguntó alarmado, quedando con la boca medio abierta.
- Tu papá me llamó hoy temprano- y vi lágrimas asomarse en sus ojos-, me dijo que tu mamá falleció ayer y...- no pude completar la frase de que debía viajar, cuando lo vi doblarse en dos y empezar a llorar con tal dolor que me acerqué y traté de consolarlo, pero el muchacho me rechazó con fuerza y se abrazó a una columna de la habitación, repitiendo “mi mamá, mi mamá...!”, llorando con tanta pena que me sentí conmovido y sentí que las lágrimas empezaron a brotar de mis ojos. Nunca había experimentado tan de cerca el dolor de perder a un ser querido. Nunca había observado cuánto duele estar lejos, en el momento en que uno debía estar cerca. Las lágrimas cayeron y lloré. Lloré con mi ahijado, me dejé caer sentado a su lado, me tomé la cabeza y lloré con él la pérdida. Y maldije ser yo quien hubiera sido el portador de la noticia. Y lloré por no haber conocido a mi ahijado antes. Y lloré porque me conmoví, porque hace mucho tiempo no lloraba. Mis lágrimas cayeron sobre el suelo de cemento, mientras notaba cómo trataba de sobreponerse de a pocos, tomando aire. Me miró y me dijo entrecortadamente
- ¿Usted es amigo de mi papá?
- Soy tu padrino, le dije-, a lo que me miró extrañado,-¿padrino de qué?- me preguntó, -de bautismo-, le dije. El me miró más extrañado aún y me dijo
- ¿Usted es mi padrino Anastasio?
- No, soy tu padrino Pedro Hernández-, noté que me miraba con total desconcierto, proseguí - Tu papá Sérvulo me llamó hoy temprano y me pidió que viniera a avisarte y a pedirte que viajes inmediatamente. Y si necesitas dinero, te prestaré...
- ¿Sérvulo?- interrumpió el muchacho. -Mi papá se llama Héctor...!
Y en eso se incorporó rápidamente, casi jubiloso, mientras yo, que no podía creer lo que estaba sucediendo, lo miraba con ojos desorbitados y la boca abierta, con total aire de estupidez. Le pregunté “¿y cómo se llama tu madre...?”, “¡Máxima!” casi gritó alegre el muchacho. Y ahí comprendí todo. El nombre de mi comadre era Rosa....

-¡Usted se ha equivocado señor, acá hay otro Juan López Peña!, siempre nos confunden, ¡a ese se le ha muerto su mamá!, no a mí- dijo alegre, con total falta de consideración ante la mala noticia que iba a recibir el otro Juan López Peña. Y dicho esto, salió diciendo que iba a buscarlo y afuera le oí decir al asombrado policía militar, que me había confundido y que se le había muerto la mamá a López Peña y que iba a avisarle.

El policía militar entró casi corriendo a la sala donde yo estaba y me miró con ojos que a duras penas reprimían lo jocoso que le parecía la situación, aunque tratando de parecer serio, me preguntó si era cierto que al otro López Peña se le había muerto la mamá, a lo que respondí que sí moviendo la cabeza, y no pudo evitar preguntarme, aguantando la risa, si yo le había dicho a éste Juan López Peña que su mamá había muerto, y volví a contestar que sí de la misma manera y el policía militar dijo algo así como "¡Uy, chesumare!" y salió del cuarto riéndose, primero apagadamente y luego, a todo pulmón, y al instante, para mi humillación, oí que se lo estaba contando a todos los vigilantes del puesto de guardia que se empezaron a reir a mandíbula batiente. Y ahí quedé yo, esperando, sintiéndome el más pequeño de los insectos mientras afuera, unos jóvenes casi reventaban de risa, contándole a quien pasara por ahí, el drama que acababa de suceder.

Tuve mucha suerte ese día. Mi ahijado, Juan Esteban López Peña, había salido a hacer compras con el encargado de Intendencia y cuando así era, demoraban, por lo menos, hasta pasado medio día. Así que haciendo uso de la radio le comunicaron, esta vez guardando respeto, la noticia. Me aseguraron que en esos casos, de inmediato el ejército proveía al recluta, de dinero y permiso suficientes, para que pudiera asistir a cumplir con su último sagrado deber para con sus seres queridos. Agradecido por no haber tenido que pasar de nuevo por el mismo terrible momento, me despedí y salí del cuartel a paso lento, no sin antes oir a mis espaldas, las últimas carcajadas de los encargados de seguridad del cuartel, que estuvieron de guardia ese día, como testigos de esos terribles momentos que viví.

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