martes, 5 de diciembre de 2006

La ciudad de los Muertos

Como cada mañana a las once, bajaba corriendo por la Quebrada de Armendáriz hasta la playa de Agua Dulce. Ahí, de la orilla del mar había hecho su gimnasio particular. Aprovechaba que era un año excepcionalmente cálido, un agosto particularmente caluroso y soleado, hermoso presagio del pronosticado y funesto Fenómeno El Niño que se daría, según los expertos, a partir del mes de Diciembre.
A sus 32 años, se conservaba bronceado y en espléndida forma, gracias al diario ejercicio; era la envidia de sus colegas ingenieros de la empresa quienes, bromeando, le decían que no se explicaban cómo podía darse el lujo de dedicar dos horas diarias a hacer deporte, mientras ellos, apenas tenían tiempo de tomar tres a cuatro cervezas en el almuerzo, y dormir una breve siesta de dos a cuatro de la tarde.
Como siempre, llegó al borde del espigón que se había convertido en “su” territorio que, sin conflicto, compartía con tres o cuatro usuarios más: una pareja de esposos de mediana edad que a diario se ejercitaban recorriendo a paso rápido la orilla del mar a la misma hora que él, un vago inofensivo que fumaba su “troncho” en el espigón, y un muchacho de unos catorce o quince años que cada día, se zambullía con una bolsa de red a la cintura e iba recogiendo iracundos cangrejos que depositaba en la bolsa, hasta que la llenaba y se retiraba a venderlos en el mercado de Miraflores.

Ese día había un nuevo habitante del lugar, un joven bien vestido, de aspecto algo soso, sentado en las rocas, mirando fijamente el mar. Reparó en él, sintiendo una leve sensación de incomodidad por la intrusión, aunque, como cada día, empezó a ejercitarse.
De reojo, observaba al nuevo, sintiendo poco a poco, que la curiosidad empezaba a apoderarse de él. Sin poder evitarlo, esta curiosidad fue transformándose en un extraño sentimiento de admiración, debido a la inconmovible inmovilidad del joven. Llevaba casi media hora de hacer planchas, abdominales, estiradas, saltos, y el intruso seguía ahí, quieto, sin mover un músculo y sin tan siquiera darse la molestia de dedicarle una breve mirada. No podía imaginar cómo lograba mantenerse así pues, ambos eran los únicos habitantes de la playa. Era obvio que en algún momento, debía haber ocupado parte de su campo visual y sin embargo, el joven parecía completamente ajeno a su presencia, causándole la rara sensación de ser invisible.
Este, mientras tanto, miraba fijamente el horizonte. Observó que pestañeaba de vez en cuando, lo cual le indicó que sí estaba vivo (en algún momento, tuvo la peregrina idea de estar observando un cadáver que alguien hubiera colocado, cuidadosamente sentado en las rocas). La curiosidad empezó a dar paso a la especulación, ¿qué estaba haciendo ese joven ahí? Su perseverancia en observar el horizonte, sus ojos fijos, le hicieron pensar en alguien ensimismado en una profunda meditación. Poco a poco, en su mente, la imagen empezó a tomar crecientes matices de valoración: tal vez un filósofo de elevados ideales, un fakir, un místico, en fin......, tuvo el presentimiento que la suerte podría estar poniéndolo delante de alguien único, de un ser especial, ésta podría ser su oportunidad para conocerlo, saber algo de él, probablemente podría ufanarse luego ante sus amigos. Y empezó a germinar en su mente, la idea de acercarse.

¡Vaya empresa!, ¿con qué motivo se acercaría, qué frase sería la adecuada para distraer a este personaje de sus elevados pensamientos? Con una leve sensación de hacer el tonto, fue acercándose de a poquitos al inmóvil joven, percatándose, ahora que lo veía un poco más de cerca, de sus formas fofas y su papada, lo cual lo hizo sentirse frívolo y un poco avergonzado de sus marcados abdominales y abultados pectorales. Llegó a casi dos metros de distancia y ya iba a dirigirle el ensayado ‘hola amigo’ que, luego de mucha reflexión, había calculado sería la frase más sencilla y adecuada para abrir una conversación con tan extraordinario personaje, cuando lo oyó decir en voz clara y fuerte:
- Todos están muertos...

Sorprendido, se detuvo. El joven volteó su mirada y algo hizo clic en su cerebro. Sus ojos se clavaron en los suyos y sintió que se hundía en un abismo insondable, acuoso..., de sabiduría, de no sabía qué pero sabía que era "el momento esperado". Su mente giró en torno a la frase. ¡Nunca hubiera esperado oir algo tan.... profundo! Lo miró y solo atinó a decir un “sí” que le sonó como un rebuzno en medio de un concierto de música clásica. El desconocido siguió mirándolo directo a los ojos y Jorge sabía que ya nunca podría apartar sus ojos de esos ojos. Se había 'sumergido' en ellos y le era imposible siquiera pensar.

- Ninguno de ellos sabe que está muerto....- continuó el misterioso joven con voz clara y diáfana. Sintió que esa mirada lo taladraba y por un breve momento, casi cedió al impulso de caer de rodillas y abrazarse a los pies de quien, se le antojó, un iluminado, un tocado por la divinidad, alguien que veía más allá. El misterioso joven levantó su mirada hacia los lujosos edificios que se erguían sobre el acantilado de la Costa Verde y en clara alusión a ellos, dijo – En ese cementerio están todos enterrados y no lo saben...-. Jorge siguió su mirada y atónito, no pudo creer lo que estaba viendo. ¡Efectivamente!, los edificios semejaban o más bien, ¡eran!, ‘cuarteles’ de cementerio y cada ventana era una lápida detrás de la cual caminaban ‘muertos vivos’. Pudo verlos y sintió que estaba despertando de un letargo, supo que él también había sido un ‘muerto vivo’ y por obra del destino, ¡estaba despertando...! Sintió que la emoción lo embargaba y tembló al sentir que sus sentidos iban expandiéndose. Se sintió repentinamente vivo.
Sacudido por la revelación, miró nuevamente al joven, sintiendo que el momento más trascendental de su existencia estaba ocurriendo ahí, en ese preciso lugar. Miró las piedras y el mar y los sintió parte de sí. Como un todo, su corazón y su razón se abrieron y una sensación física de ser uno con el universo, un misterioso hormigueo que se extendía más allá de sus pies, llenó cada poro de su piel. Quiso decir algo, pero temió nuevamente rebuznar, así que continuó callado. Miró al joven sabio, con una sensación de veneración y admiración. Este volvió a mirar el mar y con su voz contundente volvió a hablar.

- Debo regresar a París – dijo.
Jorge lo miró parpadeando, tratando de encontrar el significado de esta nueva frase y se sintió tonto por no poder seguir la profundidad de los conceptos que vertía aquel a quien ya estaba empezando a considerar un maestro, “su” maestro. Y tampoco dejó de preguntarse qué iba a hacer en París. Quiso hacerle saber que París ya tenía suficientes iluminados y acá, en Lima hacía falta su sabiduría.

Oyó a lo lejos unos breves gritos a los que se obligó a no prestar atención. ¿Cómo iba a perder un solo instante de esta repentina iluminación que estaba cambiando tan profundamente su existencia?

- Mi carro está averiado-, volvió a decir el “maestro”, causando una completa confusión en el cerebro de Jorge, quien trató de relacionar esta frase con algo relacionado al propio cuerpo del joven, “probablemente tiene alguna enfermedad” dijo para sí. Nuevamente oyó voces a lo lejos, algo así como “allá está”, pero, perdido en el caos de sus pensamientos, no prestó mucha atención, hasta que, repentinamente, el joven se paró, volteando y señalando con el brazo extendido hacia alguien más que no era él, habló con voz tonante.
-¡Ustedes, sibaritas..., recibirán el castigo por sus pecados!.

Jorge siguió la dirección del brazo extendido, percatándose, aterrado, que un grupo de cuatro personas se acercaban con cautela, específicamente a “El”, dirigiéndole palabras tranquilizadoras, “tranquilo Juancito, tranquilo, somos tus amigos, suave, sabes que te queremos” a la vez que iban efectuando un movimiento envolvente alrededor de.... Juancito (¡recién se enteraba que se llamaba así!).

-¡Nunca sabrán dónde he enterrado mi tesoro!- gritó Juancito, ante el estupor de Jorge que, recién, en ese momento, al ver los uniformes blancos, despertó a la realidad de que, quienes estaban rodeándolos, eran empleados de algún manicomio de donde Juancito había escapado.... Vio la camisa de fuerza en manos de uno de ellos y por un momento, temió que fueran a ponérsela a él.
Uno de los empleados cogió suavemente del brazo a Juancito quien, dócilmente, se dejó colocar la camisa de fuerza al mismo tiempo que empezaba a recitar una especie de mantra que sonaba a “omni manni om, omni, manni, om, omni manni om...”, conjurando a quienes estaban cogiéndolo y probablemente, suponiendo que esta fórmula mágica los haría desaparecer de su vida, mientras los empleados reían asegurando la camisa a su espalda.
Se dirigieron a Jorge diciéndole “¿Le preguntó por el universo?”, y Jorge sintió que se le dibujó en la cara una sonrisa estúpida y se oyó rebuznar nuevamente un cobarde "sí", mientras los hombres seguían chacoteando, burlonamente, de la filosofía que tan solo, hace unos instantes, había estado a punto de convertir a Jorge, en el incondicional seguidor de Juancito. “No se preocupe que este chiquillo es tranquilo nomás” le dijeron y se despidieron en medio de bromas, llevándose a Juancito que recitaba su mantra sin parar un instante, subiéndolo a una ambulancia que esperaba cerca.
Los vio alejarse, volvió la vista al mar y sintió que tenía mucha suerte, tan solo porque no le habían puesto otra camisa de fuerza a él. Volteó hacia los edificios e, incomprensiblemente, siguió viendo los sepulcros que Juancito, con tanta fuerza había proyectado en su mente. Se incorporó y lentamente, empezó a subir el camino de la quebrada, de regreso a casa.
Subía recordando lo ocurrido, con los pensamientos dando vueltas en tal confusión que creyó que no saldría de eso. Y a la vez, algo empezó a luchar por volver a ser él mismo.
Una creciente vergüenza iba tiñendo de rojo su rostro, mientras que las orejas le ardían como brasas. Rezó por que nunca en su vida volviera a toparse con los enfermeros de ese día y si así fuera, que no lo reconocieran. Intentó justificarse en algo y se sintió sonreír mientras que, sin premeditación, del fondo de su estómago fue emergiendo una carcajada que, poco a poco, se fue volviendo incontenible. Mantenía la mirada puesta en la vereda de subida, sin reparar en los carros que subían y bajaban velozmente por la pista.

Y estalló. La risa brotó como un alud imparable. Empezó a reir como un poseso. Rió y rió, con tanta fuerza que se dobló en dos. Rió tanto, que las lágrimas brotaron de sus ojos mientras seguía subiendo. Y rió tanto que en un momento sintió miradas extrañadas desde los carros y tuvo temor que volviera a pasar la ambulancia que se había llevado a su “Maestro” para, esta vez, llevarlo a él. Eso lo contuvo en algo pero no tanto, pues las carcajadas volvieron a brotar incontenibles. Tuvo que echarse en el gras para seguir riendo, mientras pateaba con fuerza el suelo.

Más tarde, un poco más calmado, reanudó su camino quebrada arriba. Miraba el suelo moviendo la cabeza, mientras en sus ojos lagrimosos seguía pugnando por salir la risa. Se dijo “¡Esto voy a tener que contárselo a los muchachos!”.

El encargo...


Me arropaba gratamente en la cama mientras, entre sueños, escuchaba el timbre del teléfono que sonaba insistente, hasta que tomé conciencia que… ¡el teléfono estaba sonando! Y en la madrugada…!

Un alarmante presentimiento mezclado de un sentimiento de ira, por lo inoportuno de la hora, me hizo saltar de la cama, y con una mezcla de angustia y no muy buen humor, corrí hasta la sala donde se ubicaba el aparato telefónico, levanté el fono y dije “Aló!”.
- Alóoo-, dijo una voz de marcado y amistoso acento serrano, lo cual me tranquilizó un poco respecto a probables incidentes en mi familia (mi madre, alguna de mis hermanas!!!). La voz prosiguió -¿Hablo con el ingeniero Pedro Hernández?
- ¿Quién habla?-, pregunté con tono agresivo, como queriendo dejar traslucir mi molestia por la inoportuna hora.
- ¡Compadre Pedro!, ¿es usted? Soy yo, su compadre Sérvulo, le llamo desde acá, de Pucallpa….
Desesperadamente, traté de buscar entre mis adormecidas neuronas, quién era este Sérvulo que me trataba tan familiarmente, pero, mientras me esforzaba, no tuve más recurso que seguir hablando, como si mi “compadre Sérvulo” hubiera estado antes de ayer nomás en mi casa.
- ¡Compadre!, qué gusto de escucharlo, caramba, a qué debo el honor de su llamada?- le dije, mientras en mi mente se iba aclarando el panorama de un bautizo celebrado hace más de 15 años ya, cuando un conocido de mi padre, en ese entonces, alcalde de la pequeña ciudad costera en que vivíamos-, visitó nuestra casa, con su mujer e hijos y una increíble cantidad de quesos y dulces de regalo para nosotros, y durante casi una semana, formó parte de nuestra familia, ante la delicia de mis hermanos menores que, de inmediato, adoptaron a sus hijos como nuevos compañeros de juego, mientras que yo, más circunspecto a mis 18 años, los trataba con la deferente cortesía de un universitario, más preocupado en salir con la enamorada y los amigos. que en atender a estas visitas, cuyo pintoresco aspecto delataba su procedencia serrana y que emanaban un peculiar olor a ruda de sus ropas, que impregnaba sus habitaciones y el baño que usaban.
Como resultado de la visita, esta familia, a despecho de mi poco interés en acercarme a ellos, había insistido en que fuera yo el padrino de bautizo de su menor hijo, un rubicundo enano de rojas mejillas, a quien llamaban Juan y que por esa época tenía dos traviesos años, a quien mis hermanas habían adoptado como muñeco, pintarrajeándolo, alzándolo y cuidándolo como hijo, dejando de lado, por el momento, las muñecas parlantes que les habían regalado en navidad.
Es así que, como en una pesadilla, me vi poniéndome un terno, yendo a la iglesia (yo, que desde mi primera comunión, no volví a oir misa), oyendo a un cura decir cosas del demonio que no sabía a qué venían al caso (quería que renuncie a Satanás, algo en lo que no imaginé que había estado metido) y en fin, como dice la canción, todo tiene su final, todo terminó en una monumental borrachera en la casa familiar y yo siendo palmoteado una y otra vez por mis nuevos compadres.

Quince años y de repente, esta llamada….

- Compadre, llamé a su mamacita y ella me dio su número, -siguió diciéndome el compadre Sérvulo, con el tratamiento de usted que usan en la sierra hasta entre familiares muy cercanos, y con mucho entusiasmo, mientras yo trataba de visualizar su rostro en mi mente-, ella me dio su número de teléfono -repitió- y le llamé compadre.
- Qué honor compadrito –le dije-, luego de tanto tiempo. ¿Y cómo está mi ahijado?
- Justamente por él, le estoy llamando compadre. El está haciendo el servicio militar allá, lo han destacado justo en Trujillo, desde hace un año….
- ¿Cómo no me avisaste compadre? –le interrumpí, en tono de reproche falsamente indignado,- mi ahijado acá, ya hecho todo un hombre y seguramente sabiendo que acá está su padrino, y usted sin avisarme… De repente necesitará algo, un lugar dónde quedarse en sus días francos, alguna propina, ya sabes cómo andan estos reclutas, siempre sin plata.
- Bueno compadre, le agradezco por su noble ofrecimiento, eso habla muy bien de usted y su buen corazón,- y luego, sin mediar preámbulo y cambiando el tono de su voz a más confidencial me dijo-, quiero que me haga un favor compadre, vaya a buscar a su ahijado al cuartel…., y déle un encargo de mi parte.
- Encantado compadrito, tú dirás- le dije, ya bastante intrigado por lo inesperado de la situación.
- Mire, -siguió diciendo el compadre Sérvulo-, he tratado de comunicarme por teléfono con él desde ayer, pero ya sabe, esos cuarteles son tan grandes que me han tenido esperando más de media hora y se me termina el dinero o la tarjeta. Insisto una vez y otra y siempre me dicen que lo están buscando. En realidad, siempre que lo he llamado ha sido así y he tenido que fijar una hora exacta para poder hablarle al día siguiente, pero en este caso, no puedo esperar tanto y quise rogarle compadre que se tome la molestia de llevarle un encarguito a su ahijado.
- Tú dirás compadre, - le dije, esta vez, de muy buena voluntad, al ver el trabajo y humildad que se estaba tomando en pedirme algo, en apariencia muy sencillo.
- Mire compadre, vaya al cuartel….., y dígale a su ahijado que su mamacita, la comadrita de usté, acaba de fallecer….- y su voz se quebró en un sollozo-, ayer compadrito, repentinamente me dejó su comadre, el corazón, dijo el médico. La estamos velando pero quiero que su hijo, mi Juancito, se despida de su mamá, que la vea porque es su hijo, porque ella lo quería…., antes que la entierren- dijo, con voz quebrada y dolida.
La confusión se apoderó de mí. Quise decir algo pero no supe qué. No podía relacionar la aparente alegría de la llamada de mi compadre y el entusiasmo del preámbulo, con la noticia que tan abruptamente me estaba dando. Me tembló la voz cuando mecánicamente, empecé a musitar un “mi más sentido pésame compadre” para más luego, reaccionar y prometerle que en forma inmediata iría, pues ya eran casi las seis de la mañana. Mi compadre me dio los datos exactos de nombre y edad de mi ahijado y luego del pésame de rigor, de darle aliento y repetir las frases de consuelo que uno va aprendiendo con los años para estos casos, colgué.
Recién ahí me encontré con la dura realidad. Tenía que ir a un cuartel militar, solicitar que buscaran a un jovenzuelo de 18 años, esperar hasta que lo ubiquen, luego, cuando estuviera frente a mí, darle “el encargo….”.

Casi arrastrando los pies, con una opresión de cobardía en el corazón, me duché, no desayuné pues tenía un nudo en el estómago, saqué el auto y sin más, me encaminé al cuartel, agradeciendo al menos que, por lo temprano de la hora, las calles aún estuvieran despejadas y el aire puro. Traté de reanimarme con el hermoso sol matinal de Trujillo, pero fue en vano, mi mente solo veía imágenes y repetía obsesivamente mi discurso, tratando de perfeccionarlo: “tu madre ha muerto”, “tu señora madre ha fallecido”, “traigo un encargo de tu padre”, “soy tu padrinooooo…..”.
Volteé por la Av......, y a menos de tres cuadras, avisté el cuartel. Sintiendo un nudo en el estómago, avancé, retrasando mentalmente mi avance y contando cada segundo que me quedaba antes de cumplir con la misión encomendada.
Cuadré el carro ante la mirada curiosa de los policías militares apostados ahí. Bajé y me escucharon con mucha atención cuando les pregunté por el muchacho. “¿Juan Esteban López Peña?, ¿lo conoces?, a ver pregunta al número, espere allá señor, en la sala de visitas, sí, allá. Juan López Peña, Juan López Peña”, empezaron a vocear.
Y ahí estaba yo, en una asfixiante sala de visitas de ventanas altas y una banca corrida de cemento por todo mobiliario. No podía permanecer quieto, así que estuve de pie todo el rato, asomando el rostro de vez en cuando, observando cómo se preguntaban unos a otros por el ahijado, casi deseando que no lo hallaran.

Luego de una larga media hora, un policía militar de rostro serio, vino a avisarme que ya lo habían ubicado y estaba viniendo. Me senté en la banca de cemento y esperé. Había llegado el momento. Y de repente, más pronto de lo que esperaba, en la puerta apareció un larguirucho muchacho que me miró interrogante, como preguntándose quién sería este señor y me dijo.
- Buenos días señor, ¿me está buscando?
- ¿Juan Esteban López Peña?, cómo estás?-, le dije en tono falsamente amistoso, acercándome con la mano extendida, -Mi nombre es Pedro Hernández.-Y, bruscamente...-traigo un encargo de tus padres-, le dije, tomando nota del involuntario error cometido, dado que el encargo sólo era de su padre, corregí y le dije,- bueno, de tu padre-, notando que su mirada iba tomando un tono de alarma. Me miró interrogadoramente, directo a los ojos, tratando de ver algo que no alcanzaba a entender. No dijo palabra. Yo no sabía cómo explicar. Le dije “es sobre tu mamá”.
- ¿Qué pasa con mi mamá?- preguntó alarmado, quedando con la boca medio abierta.
- Tu papá me llamó hoy temprano- y vi lágrimas asomarse en sus ojos-, me dijo que tu mamá falleció ayer y...- no pude completar la frase de que debía viajar, cuando lo vi doblarse en dos y empezar a llorar con tal dolor que me acerqué y traté de consolarlo, pero el muchacho me rechazó con fuerza y se abrazó a una columna de la habitación, repitiendo “mi mamá, mi mamá...!”, llorando con tanta pena que me sentí conmovido y sentí que las lágrimas empezaron a brotar de mis ojos. Nunca había experimentado tan de cerca el dolor de perder a un ser querido. Nunca había observado cuánto duele estar lejos, en el momento en que uno debía estar cerca. Las lágrimas cayeron y lloré. Lloré con mi ahijado, me dejé caer sentado a su lado, me tomé la cabeza y lloré con él la pérdida. Y maldije ser yo quien hubiera sido el portador de la noticia. Y lloré por no haber conocido a mi ahijado antes. Y lloré porque me conmoví, porque hace mucho tiempo no lloraba. Mis lágrimas cayeron sobre el suelo de cemento, mientras notaba cómo trataba de sobreponerse de a pocos, tomando aire. Me miró y me dijo entrecortadamente
- ¿Usted es amigo de mi papá?
- Soy tu padrino, le dije-, a lo que me miró extrañado,-¿padrino de qué?- me preguntó, -de bautismo-, le dije. El me miró más extrañado aún y me dijo
- ¿Usted es mi padrino Anastasio?
- No, soy tu padrino Pedro Hernández-, noté que me miraba con total desconcierto, proseguí - Tu papá Sérvulo me llamó hoy temprano y me pidió que viniera a avisarte y a pedirte que viajes inmediatamente. Y si necesitas dinero, te prestaré...
- ¿Sérvulo?- interrumpió el muchacho. -Mi papá se llama Héctor...!
Y en eso se incorporó rápidamente, casi jubiloso, mientras yo, que no podía creer lo que estaba sucediendo, lo miraba con ojos desorbitados y la boca abierta, con total aire de estupidez. Le pregunté “¿y cómo se llama tu madre...?”, “¡Máxima!” casi gritó alegre el muchacho. Y ahí comprendí todo. El nombre de mi comadre era Rosa....

-¡Usted se ha equivocado señor, acá hay otro Juan López Peña!, siempre nos confunden, ¡a ese se le ha muerto su mamá!, no a mí- dijo alegre, con total falta de consideración ante la mala noticia que iba a recibir el otro Juan López Peña. Y dicho esto, salió diciendo que iba a buscarlo y afuera le oí decir al asombrado policía militar, que me había confundido y que se le había muerto la mamá a López Peña y que iba a avisarle.

El policía militar entró casi corriendo a la sala donde yo estaba y me miró con ojos que a duras penas reprimían lo jocoso que le parecía la situación, aunque tratando de parecer serio, me preguntó si era cierto que al otro López Peña se le había muerto la mamá, a lo que respondí que sí moviendo la cabeza, y no pudo evitar preguntarme, aguantando la risa, si yo le había dicho a éste Juan López Peña que su mamá había muerto, y volví a contestar que sí de la misma manera y el policía militar dijo algo así como "¡Uy, chesumare!" y salió del cuarto riéndose, primero apagadamente y luego, a todo pulmón, y al instante, para mi humillación, oí que se lo estaba contando a todos los vigilantes del puesto de guardia que se empezaron a reir a mandíbula batiente. Y ahí quedé yo, esperando, sintiéndome el más pequeño de los insectos mientras afuera, unos jóvenes casi reventaban de risa, contándole a quien pasara por ahí, el drama que acababa de suceder.

Tuve mucha suerte ese día. Mi ahijado, Juan Esteban López Peña, había salido a hacer compras con el encargado de Intendencia y cuando así era, demoraban, por lo menos, hasta pasado medio día. Así que haciendo uso de la radio le comunicaron, esta vez guardando respeto, la noticia. Me aseguraron que en esos casos, de inmediato el ejército proveía al recluta, de dinero y permiso suficientes, para que pudiera asistir a cumplir con su último sagrado deber para con sus seres queridos. Agradecido por no haber tenido que pasar de nuevo por el mismo terrible momento, me despedí y salí del cuartel a paso lento, no sin antes oir a mis espaldas, las últimas carcajadas de los encargados de seguridad del cuartel, que estuvieron de guardia ese día, como testigos de esos terribles momentos que viví.